26 may 2011

Tengo una página en blanco y un filósofo que espera que lo lea en una página llena de palabras. Un filósofo que voy a olvidar mañana, después de repetir lo que dijo una o dos veces. Como la página en blanco, que voy a olvidar cuando se haya llenado de palabras y no sea, entonces, tan distinta al filósofo que espera que lo lea para después olvidarlo mañana, después de repetirlo una o dos veces.
Tengo una página en blanco y ganas de decir. Hoy dije tanto, tanto que no entiendo cómo todavía tengo ganas de decir. Creo que mis ganas de decir nunca se acaban. Digo en distintos contextos, de distintas maneras, pero siempre digo y cuando no digo, en realidad, estoy diciendo con el cuerpo, con la boca, con las manos. Si recorro tu cuerpo con mi dedo índice, estoy hablándote. Aunque no diga con palabras, aunque el silencio esté por todos lados mirándonos con ojos asustados. Aunque las palabras estén escondidas debajo de la cama en la que recorro tu cuerpo con mi dedo índice, yo digo.
Todo dice. Digo yo, dicen mis palabras, dices tú, dice él, decimos nosotros, vosotros decís, ustedes y ellos dicen. Hasta el botón que me regalaste hoy mientras yo jugaba a dibujarte una sonrisa en la boca, dice.
Tu boca dice. Dice pasado, tanto pasado que me dan ganas de llorar. Y lloré y te abracé rápido para que no te dieras cuenta de que las lágrimas me estaban rebalsando los ojos. Vos dijiste tanto antes, tanta gente, tantos rostros que me abrumaba. Y yo dije tanto ayer, tanta nostalgia, tanto olvido que mi memoria parecía exprimirse. Es increíble, ahora que lo veo con más claridad, es increíble que todo ese pasado enredado nos haya traído hasta acá. Acá, en donde el silencio invade el cuarto mientras nuestros cuerpos hablan en un lenguaje indescifrable.

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